Si hablamos de barcos fantasma, casas encantadas o enclaves malditos, por regla de tres deberían añadirse las presencias de ultratumba que se pasean por museos y edificios afines. Contra todo pronóstico, las manifestaciones sobrenaturales de esta índole abundan mucho más de lo que cabría suponer, aportando anécdotas y curiosidades muy dispares.
Los términos espectro o fantasma, en los ambientes museísticos, para nada resultarían desconocidos. No en vano, con tal denominación se conocen a los ladrones de guante blanco especializados en robar obras de arte y otras piezas de valor conservadas en tales centros. A un nivel oficioso, también suele calificarse de fantasma –por parte de los subordinados– a una minoría importante de funcionarios adscritos a dichas dependencias.
Bromas aparte, el problema reside cuando alguien detecta una aparición espectral, precisamente en un lugar dedicado a conservar el arte o la historia del pasado. Y si resulta que esas manifestaciones se repiten, en ocasiones frente al público, es cuestión de tiempo que lleguen a los medios de comunicación, tratando la noticia con diverso grado de seriedad. Claro está, siempre que no acabe interceptada por los servicios de seguridad del museo o los poderes institucionales.
El enfoque para tratar el asunto depende en gran medida de la visión política o intelectual de cada país; como ejemplo, la exposición que a mediados del 2005 dedicó el Museo Metropolitano de Nueva York a las fotografías de fantasmas. Cerca de 300 imágenes, divididas por periodos históricos, ofrecían una visión del fenómeno bajo la supervisión de la Sociedad Norteamericana de Investigaciones Psíquicas, brindando al visitante teorías e interpretaciones de diversa índole.
En el extremo opuesto, sorprende la decisión de Consejo Musulmán de Malasia, al decretar en 2006 una Fatwa –edicto religioso– prohibiendo cualquier exposición relacionada con fantasmas, genios y similares. El origen de la decisión estriba en la muestra que se organizó en un museo de Kuala Lumpur, donde se exhibían figuras paganas y restos funerarios. En palabras del Dr. Abdul S. Hussain, director del consejo, se debilitaba la fe en el islam, fomentando la superstición y la creencia en lo oculto.
Dentro de un término medio cabría situar la exposición “Espectros de la ausencia”, inaugurada por el Museo Banco de la República de Bogotá (Colombia) el pasado 7 de marzo. El evento reunió una colección de artilugios y extravagancias que durante los siglos XVIII y XIX se usaban en los teatros para recrear seres de ultratumba. “En el arte contemporáneo la participación del espectador es cada vez más necesaria”, explicaba a la prensa José Ignacio Roca, comisario de la exposición: “Y la atracción por lo sobrenatural nos obliga a considerar este tipo de reclamos”.
En honor a la verdad, la interacción entre museos y supuestas apariciones del más allá viene estudiándose desde bastante tiempo atrás. Hacia 1830, el escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne vivió una experiencia de ultratumba en el club Atheneum de Boston, una entidad cultural que a la sazón albergaba piezas de coleccionista. Hawthorne solía sentarse a diario en la biblioteca junto a un reverendo apellidado Harris, pero las estrictas normas de la entidad impedían charlar en el recinto.
Un buen día, el bibliotecario le informó que el tal Harris había fallecido meses atrás, lo cual no le impidió al autor de La letra escarlata toparse con él a la mañana siguiente, leyendo el periódico. Por lo visto, nadie excepto el escritor se percató de su presencia durante todo aquel tiempo, dando la impresión de que aquella vez el finado deseaba transmitirle un mensaje. Si tal era su intención, fue en vano por culpa de la normativa antes citada. “Difícilmente podríamos entablar una conversación, puesto que nadie nos presentó antes de manera formal”, ironizó el literato, quien silenció el incidente por temor a que se cuestionara su cordura. No obstante, quiso investigar por su cuenta lo sucedido hasta llegar a una conclusión: los seres vivos dejan su impronta en los lugares que frecuentan, al igual que sus objetos personales, impronta que pervive incluso después de fallecer.
Los museos de la muerte
Los casos donde se observan fantasmas en las dependencias de los locales referidos, hoy por hoy, se cuentan por docenas. Sin ir más lejos, las historias referentes al madrileño museo Reina Sofía de Arte Moderno, o el relativamente cercano Palacio de Linares, son harto conocidas por los apasionados de la parapsicología. En el mismo orden cabría evocar la Casa Museo Yusuf Al Boreh, de Cáceres –véase ENIGMAS, núm. 142–, uno de los más recientes que se han dado a conocer.
Pero, de establecerse un ranking mundial de apariciones, la palma se la llevaría el Museo de Tumbas y Panteones de Juan de Veracruz, en el Estado de Querétaro (México). Inaugurado en 1967 sobre un cementerio ya saturado, en su superficie se apilan más de 400 lápidas, nichos compartidos y esculturas afines, encargados por las familias pudientes del lugar. Especialmente destaca la fosa común, donde reposan los restos de centenares de niños, víctimas de epidemias infecciosas.
A diario, los espíritus de los pequeños corretean por los callejones toda vez cierran las puertas, según testimonian los guardas nocturnos, hasta el extremo de habituarse a sus chiquilladas. Tampoco faltan los fantasmas adultos, más discretos, aunque su presencia queda registrada por igual gracias a cámaras y grabadoras. “Conviene recordar que numerosos nichos se adquirieron a perpetuidad, y puede que a sus ocupantes no les guste el público”, recalcaba a la prensa Norma Caballero, conservadora principal de las instalaciones, con motivo del aniversario de su fundación.
Otro caso de “museo de la muerte” se da en Huntsville (Texas), donde se alberga un centro dedicado a la pena capital y a quienes sufrieron esta condena. Cadenas, grilletes y ropas de presidiario ocupan parte del recinto, mientras que en otras salas se almacenan los utensilios empleados para ajusticiar a los presos, con abundante material fotográfico. A unos cuantos se les considera “malditos” por su uso, ya que al manipularlos para su traslado ocasionaban accidentes inexplicables.
De entre las piezas exhibidas, los responsables del lugar señalan con orgullo a una silla eléctrica bastante especial. Nada menos que 312 ajusticiados perecieron carbonizados con ese instrumento, antes de que la ley aprobara la utilización de la “jeringa letal”. Para añadir algo de morbo, los guías aseguran que, en la oscuridad, tan siniestro mecanismo todavía despide electrizantes descargas, aunque no se tiene constancia –por ahora– de que atacase a un miembro desprevenido del personal.
Con tintes más aciagos se recuerdan los sucesos del Museo Nacional de Historia Natural de Santiago de Chile, en particular el calvario sufrido por su antigua directora, la antropóloga Grete Monstny. Jamás se atrevía a caminar de noche por los pasillos, ya que se veía azotada por una multitud de alas que le dejaban numerosas heridas. En 1970, al instalarse la luz eléctrica, se resolvió el misterio al descubrirse grandes bandadas de murciélagos que anidaban ahí dentro. Aquella solución acarreó el inicio de otro enigma no menos sobrecogedor. En la sala central del museo se detectaron ruidos procedentes del subsuelo, justo debajo de una gran ballena azul disecada. Los golpes aumentaron en ritmo e intensidad, sumándose otras manifestaciones sobrenaturales, póngase por caso, nieblas repentinas y descensos notorios de la temperatura. Varios parapsicólogos se interesaron por la cuestión, dedicándose a investigar la historia del edificio, hasta encontrar que la sala sirvió como “hospital de sangre” a principios del siglo XIX.
Levantadas las baldosas de la sala, no tardaron en encontrar los esqueletos de varios fallecidos que recibieron cristiana e inmediata sepultura. Sin embargo, los golpes persistían. La pieza que faltaba a aquel rompecabezas paranormal la proporcionó una de las últimas adquisiciones del museo: la momia de un poderoso cacique, que en vida fue un mago de notorio poder, en opinión de las leyendas locales. Su llegada coincidió con los incidentes antes descritos.
Teorías fantasmales
Las circunstancias que envuelven al fenómeno acostumbran a entorpecer la búsqueda de explicaciones plausibles, máxime si se entrecruzan intereses administrativos. Un paradigma del velo de silencio impuesto lo conforman los sucesos vividos en el Museo de Historia de Tenerife (Islas Canarias), donde la presencia de una entidad apenas mereció la atención de los medios de comunicación, si bien fue estudiada por investigadores locales.
El edificio, de vieja planta, fue la vivienda de un próspero comerciante genovés que vivió a finales del XVIII, quien decidió concertar un matrimonio de compromiso para su hija única. La muchacha no deseaba casarse, y se suicidó arrojándose a un pozo. Dada la prohibición de que sus restos mortales descansaran en el camposanto, la familia optó por enterrarla en la propia residencia, empezando de esa forma los problemas.
“Si alguien muere de manera violenta, es frecuente que aparezcan fantasmas a posteriori –advierte el parapsicólogo Andrés Barros Pérez–, y también porque en vida dejaron algo por hacer”. En la situación que nos ocupa, esa presencia dejaba sentir su frustración moviendo vitrinas, enfriando la temperatura ambiente o paseando ruidosamente. Y lo que sería peor: sin aceptar que ya abandonó el mundo de los vivos pero disfrutando con el miedo que genera.
Usualmente estas entidades incorpóreas acostumbran a entrometerse con los trabajadores habituales en lugar del público visitante. Razones que justifiquen dicho comportamiento no abundan demasiado, excepto que su presencia diaria en las dependencias provoque, tal vez, una familiaridad “sobrenatural”. Raras resultarían las excepciones a esta singular regla, si bien podría hablarse de una, con ciertas reservas, localizada en el Museo Catedralicio de Mondoñedo (Lugo).
De acuerdo con informaciones recientes del rotativo La Voz de Galicia, una visitante de nacionalidad peruana se desmayó tras descubrir a una pareja de monjes fantasma caminando por un pasillo. Tiempo después, el parapsicólogo Manuel Platas, y el experto en psicofonías José María Pardo se desplazaron al museo sin encontrar nada fuera de lo normal, excepto las altas temperaturas a causa del clima estival. La consecuencia directa del incidente se saldó con una espectacular afluencia de espectadores.
“Posiblemente, puede que en todos los museos del mundo vivan fantasmas –sentencia la periodista e investigadora Teresa Varas– porque allí se guardan enseres y objetos personales muy ligados a sus propietarios”. No en vano, cabría preguntarse si las costumbres de algunas civilizaciones antiguas de enterrar al muerto con sus bártulos más queridos, después de todo, obedezca a la intención de evitar indeseados regresos, aunque fuesen en espíritu.
Fuentes:
(TEXTO APARECIDO EN ENIGMAS 143)
Álex Muniente
http://www.akasico.com
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