(VK)... En 1209 un ejército formado por unos treinta mil caballeros y soldados de infatería partió del norte de Europa y cayó como una trompa sobre el Languedoc, las estribaciones nororientales de los Pirineos, en lo que actualmente es el sur de Francia. Durante la guerra que siguó a la invasión todo el territorio fue devastado, las cosechas fueron destruidas, las ciudades y pueblos fueron arrasados y todo un pueblo fue pasado a cuchillo. El exterminio fue tan grande, tan terrible, que bien podría considerarse como el primer caso de "genocidio" en la historia moderna de Europa. Sólo en la ciudad de Bézier, por ejemplo, fueron muertos por lo menos quince mil hombres, mujeres y niños, muchos de los cuales habían buscado refugio en la iglesia. Un oficial preguntó al representante del Papa cómo podía distinguir a los herejes de los verdaderos creyentes y recibió esta respuesta: "Mátalos a todos. Dios reconocerá a los suyos". Puede que estas palabras, que se cietan con frecuencia, fueran apócrifas. Sin embargo, tipifican el celo fanático y la sed de sangre con que se perpetraron las atrocidades. El mismo representante pontificio, al escribir a Inocencio III, que se encontraba en Roma, anunció orgullosamente que "no se había respetado la edad, el sexo, ni la condición social".
Después de Béziers, el ejército invasor se extendió por todo el Languedoc. Cayó Perpiñán, cayó Narbona, cayó Carcasona y Toulouse. Y por dondequiera que pasaban los vencedores dejaban un rastro de sangre y muerte.
Esta guerra, que duró casi cuarenta años, es conocida ahora con el nombre de "cruzada contra los albigenses". Fue una cruzada en el verdadero sentido de la palabra. La había convocado el papa en persona. Los que participaron en ella llevaban una cruz en sus vestiduras, igual que los cruzados que iban a Palestina. Y recibian las mismas recompensas que los cruzados que luchaban en Tierra Santa: remisión de todos los pecados, expiación de las penitencias, un lugar seguro en el cielo y todo el botín que pudieran capturar.
Cuanta brutalidad.
Fuente: El enigma sagrado (Michael Baigent y Henry Lincoln)