Partió analfabeto y aprendió a leer y a escribir en la selva, donde nadie leía y escribía. Las tribus jíbaras huambisa y aguaruna del alto Amazonas, conocidas por guerrear sin pausa y reducir las cabezas de sus enemigos, ejecutaban sus órdenes con respeto y cierta reverencia, pues aquel hombre blanco, inmune a las fiebres, al veneno de las tarántulas o a la furia de los rápidos, parecía a veces inmortal. Como el Kurtz de Conrad en El corazón de las tinieblas, también vivía río arriba, en compañía de los salvajes. He ahí, no obstante, la única coincidencia con el personaje literario. Graña fue un Kurtz bueno que falleció de muerte natural en algún remoto lugar de la jungla. Una desaparición recogida por grandes periódicos de la época y evocada, como antes lo había sido su vida, por escritores y científicos de una II República española que también pronto moriría.
En una casucha derruida de la parroquia orensana de Amiudal, perteneciente al Ayuntamiento de Avión, célebre por ser la patria chica de acaudalados emigrantes como el magnate de la prensa mexicana Mario Vázquez Raña, hay una lápida con la siguiente inscripción: "Casa natal de Alfonso Graña, rey de los jíbaros".
"Está por ahí arriba", dice un anciano señalando las ruinas con su bastón. Y añade, mirándome con curiosidad: "De vez en cuando vienen algunos fanáticos a verla". En su lugar natal no parece despertar demasiado entusiasmo la figura de Alfonso Graña, pero lo cierto es que comienza a cobrar caracteres de mito gracias a un puñado de entusiastas investigadores que desde hace unos pocos años se afanan en recabar información sobre uno de los personajes más fascinantes que haya dado la emigración gallega. Un hombre que, partiendo de una aldea misérrima de la Galicia del siglo XIX, llegó a dominar sobre miles de indios amazónicos y a ser respetado por quienes le conocieron o supieron de él.
Maximino Fernández Sendín, ovetense de padres gallegos y apasionado biógrafo de Graña, afirma en su libro Alfonso I de la Amazonia. Rey de los jíbaros que "a finales del siglo XIX emigra a las Américas, recala en Belén de Pará y un tiempo después se traslada a Iquitos (Perú), donde está documentado que se encuentra en 1910 y trabaja en distintos oficios, incluido el de cauchero".
En Iquitos, próspera ciudad amazónica gracias a la industria del caucho, reside Alfonso Graña durante una década y traba profunda amistad con otro personaje de novela: Cesáreo Mosquera. Originario de una parroquia cercana a Amiudal, Mosquera era un ferviente republicano que había hecho la guerra en Filipinas antes de asentarse en la capital del departamento peruano de Loreto, donde había formado una familia y fundado la célebre librería Amigos del País, verdadero centro de reunión de una colonia española que acudía allí para enterarse de las últimas novedades de la patria y leer con fruición las novedades del Ya o El Sol.
Pero la prosperidad de Iquitos comienza a tambalearse con la caída de los precios del caucho natural en los mercados internacionales. Esta crisis se vuelve virulenta alrededor de 1920, y es entonces cuando Alfonso Graña se adentra río arriba en busca de nuevas oportunidades. Hay varias versiones sobre cómo acabó contactando con los jíbaros, pero muchas coinciden en que hubo un enfrentamiento con los indígenas durante el cual el hombre que le acompañaba murió y Graña se salvó de correr la misma suerte porque "se encaprichó con él la hija del jefe de la tribu", según uno de los testimonios recogidos por Fernández Sendín.
A Graña, alto y delgado, la apostura le venía de familia, conocida en la remota aldea natal por el apodo de Los Chulos. Le gustaba -quizá herencia del padre, sastre- vestir elegantemente, y se tocaba con unas gafas redondas que le daban un aire intelectual. Esa imagen, al parecer, le libró de morir a manos de los feroces jíbaros, y su audacia e inteligencia le servirían para suceder a su suegro a la muerte de éste.
Lo cierto es que Graña desapareció en los confines de la selva sin que ni siquiera su gran amigo librero tuviera noticias de él, pero cuando vuelve a aparecer lo hace de forma espectacular. El periodista y escritor Víctor de la Serna, el primero que utilizó el sobrenombre de Alfonso I, Rey de la Amazonia, y quizá la persona que más contribuyó a ensalzar la figura de Graña en la España republicana, describió así el momento: "Al cabo de unos años se supo por unos indios jíbaros, de la tribu de los huambisas, que allá por la gigantesca grieta que el Amazonas abre en el Ande, hacia el Pongo de Manseriche, vivía y mandaba un hombre blanco. Graña era el rey de la Amazonia. Y entonces un día, hacia Iquitos, avanzó por el río una xangada con indios jíbaros, muchas mercancías ( ) y Graña. Lo reconocieron sus amigos y, sobre todo, con doble alegría, Mosquera".
"Los indígenas lo adoraban y seguían a todas partes", cuenta el editor y escritor Gonzalo Allegue, precursor en el redescubrimiento de este personaje. "En la ciudad les curaba las úlceras de las piernas, les cortaba el pelo, les invitaba a helados y los llevaba al cine. Por las tardes, los huambisas se vestían de frac y sombrero de copa de los masones de la colonia española y salían a pasear en el Ford 18 descapotable cedido por Cesáreo Mosquera".
Más allá de estos divertimentos, Graña acudía a la ciudad para hacer negocios y después se iba. Aparecía una o dos veces al año con las balsas cargadas de carne curada, pescado salado, monos, venados, bueyes y tortugas, siempre rodeado de jíbaros que mostraban a las asombradas hijas de Mosquera las tzantzas o cabezas reducidas. Nadie sabía dónde vivía exactamente, pero se movía sobre todo en el entorno del Pongo de Manseriche, el terrible rápido a 10 jornadas enteras de canoa, río arriba, desde Iquitos.
"Diez kilómetros de violentos remolinos, rocas, torrentes ". Así describe Mario Vargas Llosa el Pongo en su novela La casa verde. Con el tiempo, la gente fue relacionando la ascendencia de Graña sobre los jíbaros, entre otras cosas, con su capacidad para atravesarlo sin siquiera amarrarse a las balsas, como un loco inmortal llegado de otro mundo. No es para menos, porque el Manseriche, donde las aguas del Marañón se encajonan en un angosto cañón rocoso de sólo 25 metros de ancho y acaban precipitándose sobre una piedra de 30 metros de altura, era y sigue siendo un infierno de remolinos que se traga decenas de hombres y barcos de gran porte.
Sólo los jíbaros más valientes se atrevían a navegar el Pongo y Graña. Según cuenta Allegue en su libro Galegos: as mans de América, cruzaba la torrentera agarrado tan sólo a su pértiga y encomendándose a voz en grito al padre Rafel Ferrer, un sacerdote español que 100 años antes había muerto en el río y cuyo espíritu, según el gallego, le protegía. Graña, además, había enseñado a los indios a aumentar la producción de sal, indispensable para curar el pescado y la carne, y se empleó a fondo para reducir los conflictos entre aguarunas y huambisas utilizando sus dotes de persuasión y su capacidad de mando.
Su fama, con el transcurrir de los años, fue creciendo. Mosquera, que, a pesar de haber aprendido a leer ya mayor, tenía una irrefrenable pasión de cronista, le sentaba delante de él cada vez que llegaba, le instaba a contarle sus aventuras y, mientras tanto, reproducía su cháchara tecleando compulsivamente en su vieja máquina de escribir. Esas páginas, redactadas con fluidez y gracejo, cuajadas de faltas de ortografía y expresiones en gallego, representan hoy un testimonio clave para comprender la vida de Graña, su relación esporádica con la civilización y su posterior contacto con uno de los proyectos científicos más ambiciosos de la II República.
"Acaba de llegar aquí nuestro paisano Alfonso Graña de su tribu del río Santiago y Marañón con indios huambisas trayendo una balsa con mucha metralla para vender aquí", consigna en uno de esos escritos. "Animales y aves curados y ahumados, parece un necroterio (sic), que diría Darwin". "Ya nos retratamos y todo con ellos", añade en otro, "y hasta con la cachola de una mociña que han escamochado saben ellos por qué".
La autoridad de Alfonso Graña sobre ese vasto territorio selvático se consolida con el tiempo y llega incluso a oídos de los hombres más poderosos del planeta. "Cuando en 1926 la Standard Oil [la petrolera propiedad de los Rockefeller] quiso explotar los supuestos pozos petrolíferos del alto Amazonas", relata Lois Pérez Leira, responsable de migración de la Confederación Intersindical Galega y otro precursor en las investigaciones sobre el personaje, "tuvo que pactar con Graña, y gracias a él pudo hacer los sondeos". Sólo Graña podía evitar que las tribus atacasen a los expedicionarios, sólo él podía proveerlos de víveres y, lo que es más importante, sólo él conocía dónde brotaba el petróleo de la tierra con la misma naturalidad que el agua de una fuente.
Mientras tanto, Cesáreo Mosquera se entera por un artículo de Víctor de la Serna de que el famoso aviador republicano Francisco Iglesias Brage lidera en España una denominada Expedición Iglesias al Amazonas, con el apoyo del Gobierno y de intelectuales de la época como Gregorio Marañón o Ramón Menéndez Pidal. Sin pensárselo dos veces, y aún incrédulo, Mosquera le escribe a Brage: "Supongo que es una broma [la noticia], pero si no lo es, aquí estamos Graña y yo".
El aviador, famoso por hazañas como su vuelo sin escalas de Sevilla a Salvador de Bahía en 1929, le contesta de inmediato y a partir de ese momento el librero y su amigo Graña se convierten en entusiastas colaboradores del proyecto. Mosquera escribe decenas de cartas a Brage con datos preciosos para los preparativos de la expedición, "entrevista" compulsivamente a Graña cuando éste se acerca a Iquitos sobre todo de tipo de aspectos relacionados con la vida en la selva -costumbres de los indios, distancias, fauna, formas de las embarcaciones- e incluso inquiere a los jíbaros -con la ayuda de un sospechoso ahijado de Graña, de gran parecido con éste, que hacía de traductor- sobre la técnica para reducir cabezas o los efectos de la ayahuasca, la planta "que no se toma para curar, sino por soñar".
Víctor de la Serna comienza a hacerse eco del poder de Graña en los periódicos y revistas de la época, mientras la Expedición Iglesias al Amazonas alcanza velocidad de crucero. El 16 de junio de 1932, las Cortes elaboran una ley para darle el definitivo impulso y se inicia la construcción del Ártabro, un buque especialmente diseñado a tal efecto que contenía desde un laboratorio hasta pequeños aviones de alas plegables con los que realizar las exploraciones.
Mientras tanto, Mosquera, que seguía al dedillo la evolución del proyecto, no sólo se limita a enviar datos por escrito, sino que le hace llegar a Iglesias Brage todo tipo de material traído por Graña: botellitas con agua del río, con petróleo, monos ahumados, paujiles, paiches, capullos de crisálida y decenas de fotografías realizadas por el gallego selva adentro. Víctor de la Serna divulga sin descanso los trabajos. El filósofo Ortega y Gasset se suma al patronato de la expedición y es entonces cuando, de nuevo en el Amazonas, un suceso acaba por asentar definitivamente el reinado de Alfonso Graña.
Todo comienza cuando en 1933 un avión de combate de las Fuerzas Aéreas peruanas que participaba en la guerra entre Perú y Colombia se estrella en plena selva. Fallece el piloto, y el mecánico queda malherido. Los indios, comandados por Graña, localizan los restos del aparato y salvan la vida del herido cuidando de él toda la noche.
Fue entonces cuando Graña toma una decisión con la que alcanzaría una fama imperecedera. Embalsama el cadáver con la ayuda de los indígenas, ordena recoger los restos del hidroavión y los embarca junto al ataúd en una balsa. En otra, monta un segundo avión de la misma cuadrilla que había sufrido desperfectos tras el amerizaje de emergencia, aunque sin víctimas. Y con esa frágil flota se dispone a hacer lo que parecía imposible: cruzar el Pongo de Manseriche.
Con ayuda o no de su espíritu protector, lo cierto es que logra su objetivo, y más de una semana después llega a Iquitos, donde le recibe una multitud impresionada ante la valentía de ese hombre que se había jugado la vida para entregar el cadáver a la familia del piloto. Una familia de gran alcurnia que, agradecida, contribuyó sin duda a que poco después el Gobierno peruano reconociese oficialmente la soberanía de Alfonso Graña sobre el territorio jíbaro y la explotación de sus salinas. Alfonso I, Rey de la Amazonia había dejado de ser el apodo acuñado por Víctor de la Serna para convertirse en una realidad. Aquel piloto se llamaba Alfredo Rodríguez Ballón, y el aeropuerto de la ciudad peruana de Arequipa lleva hoy su nombre.
Alfonso Graña no pudo disfrutar mucho de su gloria. El misterio de la causa y el momento de su muerte se mantendría hasta que Maximino Fernández localizó una carta firmada por Luis Mairata, un español residente en Iquitos, y enviada al capitán Iglesias Brage en diciembre de 1934: "Le supongo enterado de que el pobre Graña murió el mes pasado", dice, "cuando se dirigía a su fundo del Marañón. El pobre padecía cáncer de estómago y no tuvo remedio".
Murió en plena selva, y nunca se localizó su cadáver. Su gran amigo Cesáreo Mosquera se había marchado el mes de junio de ese mismo año a España, con intención de quedarse. De la Serna le dedicó en enero de 1935, en el periódico Ya, un inspirado obituario: "Detrás de su alma en tránsito", escribió; "detrás de su alma simple, como la de una criatura elemental, la selva se habrá cerrado en uno de esos estremecimientos indecibles del cosmos vegetal". Poco después, la Guerra Civil se llevó por delante, entre tantos sueños, el de la Expedición Iglesias al Amazonas. Y casi se lleva también a Mosquera, que, republicano confeso, huyó a Portugal, y de ahí, de nuevo, a Brasil. Nunca regresaría a España. Murió en Iquitos en 1955. Hoy, su librería sigue ahí, aunque con el nombre cambiado. Se llama Tamara.
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